Hay algo solemne, grandioso en la estancia. La enormidad y rigidez de las columnas se enfrentan a este hombre menudo y flexible. Quien viera la imagen como una partida diría que juega porque otro jugó antes; en esta lid nunca tuvo la iniciativa.
En sus manos, entre ambas, está la batalla, pero no sabe que hacer con ellas; las reposa cercanas y enfrentadas, sin comunicación: la una, cansada pero arriba y acomodada; la izquierda, abatida, casi derrotada, en el filo del abismo. La reflexión se intuye, no hay ruidos: la sutil ventaja (de la calidad; ¿quién pudiera ver el encuentro desde arriba?) le reconforta; aunque cierta desconfianza le dice que no va a ser suficiente.
La butaca le constriñe— ¿quiere él escapar?—, le obliga a intentar cuadrar el círculo: el damero sobresale inevitable de la base y hay trebejos, sin escaques asignados, que ya juegan otro juego. Todo fluye en su cabeza y lo retiene: ¿frente a qué?— ¡él si sabe quien es a quien en esta historia—;¿desde cuándo? Su problema es que esta vez ha olvidado—como Zenón cuando se indispuso contra Aquiles—que el reloj, que no vemos en la mesa, va marcado el tiempo de una contienda cuyo fin, de un modo u otro, no es lejano.
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